No muevas la pelota de golf


Tan pronto como el primer rayo de sol apareció en el horizonte, Jerry cerró su maletero con un golpe y puso los pies en el campo, armado hasta los dientes con clubes y su marcador. El rocío brillaba en cada brizna de hierba. Por sí solo, Jerry enderezó sus hombros y realizó el saque.
Vio como su primer tiro caía a 15 centímetros dentro de la concavidad, se inclinó, tomó su bolsa y dio un paseo por el sendero: era el único jugador a la vista. Seleccionó su palo favorito, se acercó a la bola, dio un vistazo a la clavija, movió la punta de su nuevo zapato de color marrón y blanco y empujó suavemente el diminuto orbe a unos cuantos centímetros de la concavidad. Dos golpes más tarde, hizo par.

En la próxima salida, envió un tiro hasta el interior del bosque. “Practica tu tiro”, se dijo a sí mismo, y lo intentó de nuevo.
Cuando la madrugada se convirtió en día, Jerry terminó su ronda. En la mayoría de los hoyos, su mágico dedo del pie trasladaba la pelota un milímetro a la izquierda o a la derecha para evitar una raíz o un tronco de arbol desfavorable. Eufórico, calculó su puntuación final: siete sobre par, la mejor del año. “¡No veo la hora de contárselo a mis amigos!”, pensó mientras regresaba. “¡Qué manera de empezar el domingo!”
A excepción de un problema. Hizo trampa.
Aunque nadie fue testigo de una sola trasgresión, ni nunca nadie podría averiguarlo, Jerry había movido la pelota de golf y él, al menos, sí lo sabía.
¿Cuándo se puso tan de moda llenar el tanque sin pagar o tomar dos ensaladas con un solo billete de buffet? ¿Por qué consideramos que es deportivo dar con un palo al Tío Sam, comer algunas uvas furtivamente antes de que el tendero las pese o estacionar durante un par de minutos en el espacio reservado para discapacitados mientras “corremos a comprar un billete de lotería instantánea”?
Hace tres o cuatro meses, le prometí a mi hijo una galleta, mientras hacía las compras. La extraje de la sección de recién horneados, se la entregué a Linus y seguí con la tarea de llenar el carrito.
Cuando ya había cargado las bolsas en el auto, lo recordé. “Me olvidé de la galleta.” Puse a Linus sobre mis hombros, volvimos a la tienda y esperamos nuestro turno en la fila.
“Este jovencito se comió una galleta con chispas de chocolate y olvidamos decírselo al salir,” confesé.”¿Cuánto debemos?” Asustado, el cajero me miró como si yo fuera un alienígena. Le tomó un momento recuperarse antes de aceptar nuestro dinero. ¡Qué triste!
Cada vez que “nos aprovechamos” de alguien, ponemos un trozo de nosotros mismos tras las rejas. Cada infracción, no importa cuán minúscula, nos priva de la verdadera libertad, del derecho a llevar la cabeza alta, de abrir nuestro corazón, de nuestra dignidad intachable. Me tomó mucho tiempo darme cuenta de que ningún centavo ahorrado, ninguna comodidad, ninguna actitud de evitar conflictos o mirar hacia otro lado valdrán la pena como para comprometer mi ética o poner en peligro la tranquila sensación de nobleza que siempre proviene de “hacer lo correcto.”
La próxima vez que el estacionamiento esté lleno, siéntate un rato en el auto y escucha una canción antes de acaparar ese lugar con una silla de ruedas en una señal azul. Conviértelo en una metáfora de como eliges vivir.
Todos nos enfrentamos a tomar decisiones todos los días, muchas de ellas imperceptibles para los demás. En estos momentos solitarios de toma de decisiones, pregúntate:
“¿Realmente deseo mover la pelota de golf?”

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