El señor Winston Churchill, líder irascible de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, es uno de los más nombrados de los tiempos modernos. Lo que muchas personas olvidan es que también está vinculado con una de las derrotas más viles de la historia de Inglaterra contemporánea, la campaña Galípoli, de la Primera Guerra Mundial, que le obligó a presentar su dimisión del Almirantazgo en 1915 y casi destruyó su carrera.
¿Claudicar? ¡No Winston Churchill! De hecho, veinticinco años después, el 10 de mayo de 1940, sucedió a Chamberlain como primer ministro. Los días posteriores, sin embargo, fueron considerados los más sombríos de toda la historia inglesa.
La Segunda Guerra Mundial trajo consigo Dunkerque y el desplomo de Francia. Londres fue bombardeado durante toda la noche, por aquel bien conocido ataque relámpago. Era precisamente en esas ocasiones que Churchill urgía a sus compatriotas a conducirse de tal modo que, “si el Imperio Británico y su nación perdurara por miles de años, los hombres pudieran decir: Este fue su mejor momento.”
¿Dudó Churchill alguna vez acerca del desenlace del conflicto mundial que amenazaba con destruir todo lo que él amaba? Sería humano. Independientemente, vivió en carne propia el reto que hiciera a los hombres de su nación. Se condujo a sí mismo, tan efectivamente, que los historiadores consideran que aquel tiempo fue “su mejor hora”. En términos sencillos: “Anduvo el camino y fue eco de sus palabras.”
En ese sentido, Churchill y otros líderes mundiales que admiramos, no difieren tanto de nosotros. También enfrentamos el reto de vivir a diario con integridad y existencia, de modo que sea dicho de nosotros, que cuando enfrentamos desafíos, fue nuestra mejor hora.
Vía Renuevo de Plenitud