Nadie podrá imaginar jamás la alegría que embargó a Simón Rodia cuando firmó las escrituras de propiedad de un modesto terreno que, de ser un predio anónimo en la periferia de la ciudad, pronto se convertiría en un lugar famoso hacia el cual hoy día se realizan excursiones turísticas.
Hacía un calor insoportable. Se abanicó con los documentos que acababa de rubricar ante el notario. “Parece el fin del mundo”, razonó. Por esa razón aquel día, además de encerrar un enorme significado sentimental para su vida, sería inolvidable.
Desde entonces comenzó a trabajar febrilmente. Día y noche. Sin ceder al cansancio. Lo hizo así por espacio de treinta y tres años. Construyó dos torres enormes. Utilizó desde cristales rotos y cerámicas hasta botellas y setenta mil conchas de mar. Toda una obra de arte.
Simón Rodia vio coronados sus anhelos. Otros habrían desistido en el primer intento. Él no. Siguió firme, hasta el final. Había medido el alcance de su proyecto. Todo lo había calculado cuidadosamente.