Cómo superar el desamor y el miedo, causa de la enfermedad


La paz está a tus pies: ¡La paz es el camino!

Dicen que la primera vez que respiras resulta dolorosa. Y es que esa primera respiración, sumada a las demás circunstancias del parto, causa un trauma –el llamado trauma del nacimiento- del cual puedes tardar toda una Vida en recuperarte. Según haya sido el guión de nuestro nacimiento, así será nuestra manera de relacionarnos. Al tomar consciencia de nuestros guiones de nacimiento, podemos elegir ver la Vida de manera diferente, dejando atrás el trauma que sufrimos. La relación entre emoción y enfermedad era hasta hace algunas décadas una desacreditada especulación; hoy es ciencia oficial.
Nací en la Maternidad "Santa Ana" de la Urbanización San Bernardino, Caracas; nací en una época en que hacían furor los fórceps, esos ganchos metálicos que sirven para extraer bebés en partos difíciles. Mamá siempre comentó que mi parto fue rudo: nací en una medianoche tempestuosa, azotada por truenos, relámpagos, ¡y además, me desembolsaron con fórceps!

Los fórceps causaron muchas víctimas en esos años: cráneos deshechos; niños malogrados; daños cerebrales; mamá insistía en que un primo segundo mío –alto, de muy buena apariencia- había sufrido retardo mental por el mal uso de esos benditos ganchos; psicólogos y estudiosos de la conciencia humana afirman que a los nacidos por fórceps suelen costarnos mucho las cosas; y es que, literalmente, nos forzaron a nacer en el dolor…

Apenas salimos del útero, padecemos variadas formas de violencia; llevas nueve meses en un ambiente cálido (37,5 grados centígrados); flotas en un suave estanque de líquido –sin haber visto jamás la luz; en un santiamén, emerges a la áspera realidad del quirófano: sin previo aviso, la temperatura exterior baja a 12 grados centígrados; colgando patas arriba, nalgueado con brío para avivar tu llanto, pasas de plácido habitante del agua a sacudido ciudadano de la Tierra; la luz que nunca habías visto hiere de pronto tus pupilas, con focos de cien vatios o más. Y aparte de eso, puede ser que manipulen tu cabecita con enérgicos fórceps.

Entonces, llega un momento crucial. En ese ambiente hostil, te toca tomar la primera decisión trascendente de tu Vida: respirar o no respirar.

Tus pulmones están listos, perfectamente formados… pero hasta ese instante, jamás has hecho uso de ellos.

Respirar o no respirar: he allí el dilema. Y tal disyuntiva debe ser resuelta por un bebé… ¡la persona más vulnerable del Universo!

Dicen que la primera vez que respiras resulta dolorosa. Y es que esa primera respiración, sumada a las demás circunstancias del parto, causa un trauma –el llamado trauma del nacimiento- del cual puedes tardar toda una Vida en recuperarte.

Tal como me pasó a mí… ¡y quizás a ti!

La dolorosa sensación de pedir y recibir ayuda

Según la Doctora Pina Pittari (autora ítalo-venezolana, especialista en Rebirthing, terapia basada en la respiración consciente) "nuestro nacimiento marca nuestra relación con los seres que nos rodean, más aún, con el mundo en general. Según haya sido el guión de nuestro nacimiento, así será nuestra manera de relacionarnos. Inclusive, los nacidos de parto normal traen su propio guión: suelen ser personas que sienten que en su Vida no pasa nada interesante, que es rutinaria; se relacionan con el mundo sintiendo que no son importantes".

Prosigue esta estudiosa del Alma humana: "Otro ejemplo, de gran contraste con el anterior, es el nacimiento por fórceps, en el cual el bebé y la madre experimentan mucho dolor. Los niños nacidos por fórceps suelen relacionarse desde la culpa, les cuesta mucho cerrar ciclos, generan para sí mismos dolorosas situaciones de Vida, no saben pedir ayuda pues ésta les recuerda inconscientemente sus fórceps. Al tomar consciencia de nuestros guiones de nacimiento, podemos elegir ver la Vida de manera diferente, dejando atrás el trauma que sufrimos".

En mi caso personal, la visión de la Vida basada en el dolor, la lucha y la culpa fue férreamente reforzada por mis progenitores: mi padre, un comerciante siciliano que en su niñez vivió la escasez y las penurias de la Segunda Guerra Mundial; mi madre, nacida en el seno de una familia pudiente venida a menos, a quien le tocó –en la cuarta década del siglo XX- emigrar del campo a la miserable periferia de la ciudad caraqueña; ambos cosecharon notables logros personales –aunque haciendo esfuerzos titánicos: mi padre tuvo éxito en su actividad laboral y mi madre –pese a la pobreza que sufrió- obtuvo el título de maestra, en un tiempo en el que la tasa de escolaridad en Venezuela era mínima y las mujeres solían estar confinadas al papel de amas de casa.

Ambos me enseñaron las virtudes del trabajo, la perseverancia y el Amor a la familia; no obstante, dentro de su visión del mundo, toda cosa buena de la de la Vida sólo podía obtenerse a cambio de un gran sacrificio: "lo que fácil viene, fácil se va"; "el traidor fue antes tu mejor amigo", "piensa mal para que te salgan las cosas bien" (proverbios sicilianos); "el que es feliz es porque está loco" (frase de mi abuela paterna); "Dios es bueno pero mata gente", "quien no sirve para matar sirve para que lo maten" (aforismos de mi abuela materna); "fuera de la familia, nadie te ama", "ojo por ojo, diente por diente", "la gente no es buena" (frases que solía repetir mi padre); "la felicidad está hecha de pocos, contados instantes", decía mamá.

No me malinterpreten: eran excelentes personas; pusieron lo mejor de sí para criarnos a mi hermano y a mí, para proveernos el confort, la seguridad material y la educación que ellos no tuvieron; pero como su existencia no fue fácil, simplemente nos enseñaron lo que habían aprendido en el Camino.

Era una época en que la gente disponía de muy pocas herramientas para su sanación interior. En los albores del siglo XXI, agradezcamos a la Vida por la abundancia de terapias psicológicas, textos de autoayuda, métodos energéticos y tecnologías espirituales que facilitan nuestra evolución.

Ahora, hagamos un inventario personal: fórceps; nacimiento en el dolor; percepción de escasez; dificultad para cerrar ciclos; adicción al sacrificio; culpabilidad para experimentar los placeres de la Vida; terror de volver a la miseria; compulsión por la venganza (vendetta); miedo a intimar con el prójimo (probable "traidor" que nos vejará en el futuro); sentimiento de separación con los semejantes; temor al Dios "que mata gente" (como en el Diluvio o Sodoma).

Afable lector o lectora: ¿te suena familiar este inventario de creencias limitantes, de pensamientos restrictivos?

Algo me dice que sí.

Por eso, no es raro que a la tierna edad de tres años, el redactor de estas líneas sufriera constantes ataques de asma… ¡padeciera todo el rigor del sistema pensamiento del miedo en cuerpo y Alma!

La enfermedad: miedo y desamor en acción

Un reporte del colega periodista Eduardo Martínez, publicado en septiembre de 2005 en "Tendencias 21", dice lo siguiente:

"Comprobada naturaleza emocional del asma: una investigación de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) ha comprobado por vez primera que dos regiones del cerebro asociadas a las emociones –el córtex cingulado anterior y la ínsula- están implicadas en los procesos asmáticos. El descubrimiento, obtenido a través de imágenes de resonancia magnética, confirma la relación de los estados emotivos y el sistema inmunológico, hasta ahora considerada meramente especulativa".

El trabajo periodístico de Martínez cita, además, una frase extraída de la tesis doctoral del profesor español Juan Carlos Fernández Rodríguez: "los asmáticos manifiestan más emoción negativa que los sujetos sanos, estando la presencia de emoción negativa muy asociada a la bronco-constricción".

La relación entre emoción y enfermedad era hasta hace algunas décadas una desacreditada especulación; hoy es ciencia oficial. Pero retrocedamos a la séptima década del siglo XX, cuando el autor de esta nota era apenas un niño.

Mis pulmones eran una miseria; una constante mucosidad se reproducía en mi nariz, pecho, bronquios; respirar era un agobio cotidiano; mis noches estaban hechas de ahogo; frecuente era que me desmayara, con la visión de mamá y la abuela tratando de ventilarme, agitando revistas, abanicos; antes de desvanecerme, me preguntaba: ¿volveré a despertar?; al alba, cuando abría los ojos, hospitalizado en una cama del "J. M. de Los Ríos" o de la clínica "Santiago de León", con la mascarilla de nebulización sobre la nariz o una larga jeringa metálica de penicilina hendiendo mi muslo, disfrutaba del pasajero placer de la resurrección; no sabía de reposos ni sosiegos; durante semanas faltaba a la escuela; cada vez que llovía, mamá gritaba desde la ventana: "¡vuelve a casa, hijo, te vas a resfriar!; en la noche, cuando mi pecho comenzaba a silbar y mi respiración se volvía trabajosa, no sabía ni cómo ni dónde iba a despertar.

Fue así hasta los catorce años.

Mis padres buscaron toda clase de curas; ningún jarabe, gragea, inhalador, inyección o terapia contra el asma me fue ajena.

Nada de eso me sanó.

Sin embargo, no era el típico debilucho; de hecho, capitaneaba la selección de volleyball de mi sección, participaba en las Olimpiadas Salesianas en carreras de velocidad, fungía como monaguillo en las misas del colegio y era un alumno destacado. Pese al miedo a vivir y la negatividad que cundían en mi mente, intentaba de alguna manera de salir de mi marasmo.

Un día, en la clase de educación física, tuve un momento de Iluminación; corríamos una carrera de fondo. Solía destacar en las carreras cortas (100, 200 metros), pero por razones obvias no tenía resistencia para las distancias intermedias o largas. Ese día, mientras batallaba contra mi habitual falta de oxígeno, un pensamiento me vino a la mente:

"Si tus pulmones se vuelven fuertes, sanarás del asma".

Una intuición me impulsó a correr más rápido. En algún momento, pensé que mi pecho y pulmones estallarían; cuando acabó la carrera, me derrumbé en el piso de asfalto de la pista de atletismo (superficie poco amigable, pero era la que teníamos); respiraba hiperventilado; mis compañeros tuvieron que socorrerme; al recuperarme, me enteré que había hecho el quinto mejor registro entre cuarenta y cinco corredores. No me lo podía creer.

Días después, hice algo que nunca había hecho: fui a correr temprano a la Avenida Boyacá (mejor conocida como Cota Mil), una vía rápida ubicada en la zona norte de Caracas, a las faldas del cerro Ávila, que suele ser cerrada los domingos para que los estresados habitantes de la urbe caminen al aire libre, troten, practiquen ciclismo o hagan ejercicio.

Como era velocista, al principio me costó adaptarme al recorrido de fondo. No obstante, semana tras semana, el trote fue convirtiéndose en un inédito encuentro conmigo mismo, una atlética eucaristía dominical.

Poco a poco fui descubriendo un Secreto...

Los cinco primeros minutos de carrera transcurrían entre sobresaltos: corazón, pulmones, músculos y mente debían habituarse a la novedad del movimiento. Diez minutos después, cuerpo y psique se armonizaban hasta llegar a un punto de equilibrio, de perfecto acompasamiento...

Y luego…

Paso a paso…

Casi sin darme cuenta…

Experimentaba una Paz que nunca había sentido en mi Vida…

Escuchaba la Voz del Silencio…

¡Entraba en un estado de no-mente! –(como dicen los místicos hindúes) .

Después del minuto quince, cesaban los pensamientos neuróticos, el terror al malfuncionamiento de mi cuerpo, el pánico que hasta ahora había signado cada instante de mi existencia.

Se suscitaba en mí un agradable trance, un auténtico estado de Gracia: podía trotar una, dos horas seguidas –sin esfuerzo, sin pensar.

Seguramente ustedes también han experimentado ese estado de conciencia: a lo mejor cuando se ejercitan en el gimnasio; en la cocina, al preparar su platillo favorito; cuando pintan un óleo, dan una caminata matinal, conducen por la carretera, elaboran una artesanía, suben a la montaña, contemplan el atardecer; al libar su licor dilecto –en su sillón favorito- tras la ardua jornada de trabajo; quizás cuando leen un libro excelente, escuchan una sinfonía de Mozart, invocan a sus guías internos, se entregan a la quietud de una plegaria silenciosa o entran en estado de meditación.

Sin que lo supiera, trotando en la larga Avenida Boyacá, había vibrado por primera vez en la sagrada frecuencia de la Unidad. Y de tal suerte, trascendí mi percepción de enfermedad (que es un pensamiento desprovisto de Paz, exento de Amor) para recuperar mi salud –vale decir, mi poder personal.

Me había hecho Uno en la presencia del Padre. De hecho, al librarme del miedo a respirar estaba presente por primera vez en el Camino de la Vida.

Había hallado mi particular sendero de oración: mi plegaria estaba hecha de movimiento, concentración y del sudor que refresca la piel al mezclarse con el aire de la montaña.

Porque la oración –nuestra sagrada interconexión con el Campo Unificado- no está hecha de férreos ritos externos, de inflexibles fórmulas que otros nos hayan impuesto. La oración adquiere –en cada uno de nosotros- una forma personalísima, única.

Y lo importante, es que la llama de la oración arda en la intimidad de tu templo interno y no sea un simple oropel para ser exhibido en templos externos.


Así, pasaron las semanas, los años.

De hecho, ha transcurrido un cuarto de siglo desde entonces.

Nunca más sufrí un ataque de asma.

Me tomó casi quince años aprender a respirar... ¡y no morir en el intento!

No te diré que salgas a trotar para que experimentes tu conciencia de Unidad con Dios. Simplemente, conócete a ti mismo y descubre cuál es tu senda personal de oración, sanación –tu forma ideal de encontrarte con la Deidad.

Porque cualquiera sea la forma exterior que adquiera tu ruta espiritual, debes saber que tu Camino de regreso al Padre está dentro de ti mismo.


En palabras del profeta Mahoma: "Quien se conoce a sí mismo, conoce a Dios". A lo que añade el sabio hindú Ramanuja: "Quien elige el Sí Mismo, el Sí Mismo le revela su intimidad".

Puedes elegir la rapidez de la autopista, los paisajes de una carretera suburbana, la dureza de una empinada trocha de montaña, o aquel "sendero de las nubes blancas" del cual tanto hablaban los antiguos santones del Tao.

Pero lo más importante, tal como aseveró hace cientos de años un sabio budista chino (Tung Chang), es que "no busques el Camino de la Paz lejos: el Camino siempre está a tus pies".

Sí: ¡porque la Paz es aceptar el Camino que te ha tocado construir y recorrer!

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